Muchas personas he conocido que amaban y aman el lugar donde nacieron o en donde viven. Como Aurelio Sánchez Tadeo, ninguna. Amó a su Ávila natal como nadie lo ha hecho. Hasta su mujer, Paquita (Ta, como él cariñosamente la llamaba) le preguntaba si estaba casado con ella o con Ávila. Lo hizo sin ningún interés de egoísmo personal. Conocía cada piedra, cada rincón, cada personaje de los que han pasado por su historia. Y disfrutaba intensamente cuando hablaba o escribía sobre ello. De su verbo, atropellado a veces por el deseo de querer decir tantas cosas en pocas frases o en contados minutos, brotaron algunas de las más hermosas descripciones que de lo abulense se han hecho. Tanto era su cariño, que hasta numeraba las piedras románicas cargadas de historia (como la iglesia de santo Domingo, derribada para ampliar la Academia de Intendencia), para que no se perdieran, o gestionaba el traslado de las que quedan de la ermita de San Isidro, que fue desmontada de su emplazamiento junto a la muralla y ahora están el parque madrileño del Retiro. El título de cronista oficial de Ávila, que merecidamente le había sido concedido por el Ayuntamiento hace 9 años, lo ostentaba con sano orgullo y con él viajaba a todas partes, porque era como el certificado de sus esponsales con su amada ciudad.
Pero Aurelio Sánchez Tadeo era, además de otras muchas cosas buenas, amigo fiel de sus amigos. Acudía cuando sabía que podía ayudar. Y se preocupaba por los que teníamos el privilegio de serlo. Era la suya una amistad de las que duran siempre porque estaba asentada en la lealtad y el respeto. Daba, sin que por su dádiva esperase recompensa.
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