El Gobierno de Dinamarca ha decidido que no haya árboles de Navidad a la entrada del centro donde se celebra la cumbre mundial sobre el clima, en la ciudad de Copenhague. Lo he leído en diferentes medios de comunicación, y en espacios destacados, por lo que deduzco que la noticia es verídica. Varios días después de leerla, sigo con el mismo asombro que la primera vez que la leí. El Ministerio de Asuntos Exteriores ha justificado la decisión gubernamental en que no hay que molestar a los musulmanes. Para quedarse de piedra.
Decisiones como ésta demuestran que la sociedad occidental está un poco, o un bastante, desnortada. Es como si en nuestra recoleta y abierta ciudad amurallada tuviéramos que derribar los campanarios de las iglesias si un día se celebrase aquí un encuentro, por poner un ejemplo, de la rimbombante Alianza de Civilizaciones (que no sirve ni servirá para nada bueno, luego sobra).
Nada tiene que ver el respeto al otro con la renuncia a lo propio. He visitado algún país árabe y he entrado en sus mezquitas, con respeto a lo que son y significan para los creyentes de Alá. Su cultura y su religión no son las mías, pero conocerlas y respetarlas no quiere decir que yo tenga que esconder mis sentimientos o renunciar a mis costumbres, que he recibido de mis antepasados con veneración y con la obligación moral de mantenerlas vivas.
Despojarnos de lo que somos para ser algo diferente nos lleva a no ser nosotros. No deben sentirse molestos quienes no piensan como yo porque manifieste lo que siento y creo. El respeto está en no imponer, no en renunciar a la propia identidad. Pero, por lo que uno ve y oye, hay quienes se pasan siete pueblos.
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